Tuesday, April 15, 2008

El lago de Pokhara

Habíamos salido el lunes 7 de abril a mediodía de Bangkok y llegamos a Katmandú tres horas más tarde. En el vuelo nos sentamos con un psicólogo nepalí haciendo un master en Bangkok que nos contó la versión psicoanalítica del subdesarrollo y desequilibrio político nepalí. Ibamos sentados en una ventanilla a la derecha de un Boeing 757 y Royal Nepal Airways nos hizo un regalo entrando desde el norte y sobrevolando todo el Himalaya desde Tíbet a Katmandú, en un día claro. Nos recordó a Yemen donde los pueblos estaban construidos en lo alto de la montaña y nos sorprendió ver todas las montañas con terrazas cultivadas y vivas.

La llegada fue un soplo de libertad. Salir del avión a un cutre pequeñito aeropuerto rodeado de montañas y de casitas independientes, a 25º de temperatura, con un aire puro y una atmósfera clara clarísima de a las cinco de la tarde fue una apertura a la vida. Un ataque repentino de memoria nos hizo pensar que podría haber estado allí Melhem, nuestro amigo fotógrafo de Baalback.

A las siete menos cuarto comprábamos un billete a Pokhara a través de unas rejas y a la luz de una vela en la estación de autobuses. Eramos casi los primeros en el autobús, así que cogimos la ventana detrás del conductor. Medio dormidos en la espera, veíamos cómo entraba más y más gente, y cómo subían más y más cosas a la baca. Es espinoso describir lo lleno que puede significar la palabra lleno, la baca tenía el tamaño del autobús entero. Por fin llegó el último viajero, un librero de Pokhara con sus libros recién impresos para los estudiantes de secundaria, unos diez metros cúbicos de libros en cajas blancas que entraron todos en el pasillo delautobús marca Tata.

Para hacer mejor uso del espacio, a una chica la colocaron entre el volante y el parabrisas haciendo la visión del conductor todavía más prodigiosa. La chica se durmió sobre el salpicadero y así hizo el viaje. Ya sabemos todos que estas cosas ocurren porque lo vemos en la tele, pero estar en ese paisaje iluminado por velas hace delicado mantener el sentido de la realidad y no creerse los sueños.

La salida del ocre Katmandú fue polvorienta y abandonada, muy chocante en contraste con la intensidad y limpieza del cielo y las estrellas, con una luna en cuarto creciente prácticamente nueva. Se veían todas las constelaciones nítidamente. Salimos con la visión de un Hercules y un Draco completos, de vez en cuando la Osa Mayor con todas sus siete estrellas, y algunas veces Cassiopeia medio detrás de la montaña. Draco representa un dragón que guarda un manzano de oro que pertenece a Hera, la mujer de Zeus. La cabeza de Draco está formada por cuatro estrellas justo debajo de un pie de Hercules, y el cuerpo está entre las dos osas celestiales (o cazos, como eran conocidas familiarmente antes). A pesar de las potentes luces de las velas en la ciudad, las estrellas igualaban en intensidad a la luz emitida por las casas, en un continuo tierra-espacio encuadrado por la ventanilla.

La noche prometía muy divertida. Por 260 rupias nepalíes, el autobús nocturno recorrió exitosamente los 200 kilómetros que separaban Katmandú de Pokhara en ocho horas. Así de lento en parte por la carretera, que es una curva tras otra subiendo y bajando montañas, en parte por la tecnología Tata del autobús. Lo más parecido rebuscando en la memoria era la carretera al Qadisha pero con menos asfalto, con menos parapetos y defensas y muchos más camiones, la mayoría Tata no se si muy antiguos o muy simples, más bien netos y pelados. Es difícil que el autobús alcanzara en ningún momento más de 30 km por hora de velocidad. Por suerte, el autobús circulaba por la parte de la izquierda de la montaña, es decir, en el lado de la montaña y no en el de la caída al vacío. Así, dormimos bastante bien, con los ojos entreabiertos, casi todo el trayecto, a ratos.

Al llegar, la primera visión de las montañas fue un shock. Era la primera hora de la mañana, apenas acababa de salir el cielo, una hora antes de la salida del sol. Salíamos del autobús recién despertados y ahí estaban los dos guardianes de un compartido macizo como paredes a la derecha. Eran más de seis kilómetros por encima y se percibían como muros verticales custodios del alma humana.

Los dos enormes colosos eran el Annapurna Sur y el Machapuchare, dos puntas brillantes de hielo diciendo ven. Die Berge rufen. Ambos se veían como flechas al cielo alejándose del ser humano. Alrededor de ellas iban a rodar los próximos días: El Annapurna Sur se convertiría en el punto a seguir cual torre de iglesia se tratara en Castilla La Mancha, y el Machapuchare simbolizaría el mito. Esta montaña de casi 7000 metros con forma de cola de pez tenía mucho significado religioso y, tal vez por eso tal vez por lo vertical de sus aristas, mantenía su dignidad lejos del hombre y nunca había sido escalada hasta la cima. Su omnipresencia desde cualquier punto de la región recordaba al Cervino en los Alpes.

La mañana del martes, el lago de Pokhara parecía de aceite en el amanecer y las barcas parecían deslizarse por su superficie. Lo rodeamos paseando y escribimos esto en Mike´s restaurant a la orilla del agua, con un ojo en el cuaderno forrado de corcho del rastro madrileño, y otro ojo en las mujeres lavando la ropa en las aguas tranquilas del lago. Una de las mujeres se estaba recolocando la falda en una terrible complejidad de telas. Llevaban una especie de tira de tela enrollada y remetida por varios flancos. Ahí estaban los ojos, la boca estaba llena de tostadas con huevo, queso, mermelada y café con leche, la especialidad para el desayuno del tal Mike. En la mesa siguiente había una pareja británica con dos niños de quizás tres y cinco años. Tomaban café y papá se imaginaba cómo iban a salir caminando todos juntos hacia el Annapurna.

Ya que habíamos llegado algo lúcidos a Pokhara, planificamos buscar el Blue Planet en Lakeside East, decir Namasté a Sabine, la duena, una belga muy simpática que iba a arreglar la excursión al Annapurna, decir hola por Internet a los monstruitos, tomar una ducha y salir caminando.

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